Crítica de arte

LA DAMA DEL CINCEL 
LA VOCACIÓN LÍTICA EN MANOS DE NANCY ADRIANZÉN

La técnica que empuña la comba y el cincel en la escultura pareciera que estuvo destinada solo para los hombres. Por la dureza, peso y dimensión de un bloque lítico sumado al máximo cuidado físico para su ejecución recayó en quienes por su fuerza muscular podrían vencer esas dificultades. Pero la vocación por la lítica no se manifiesta por el género, sino por el espíritu; y esa aptitud latente se revela en el talento personal de quien inexorablemente creará obras escultóricas. 

En la historia del Arte es escaso el número de escultoras; en la actualidad, en los simposios internacionales podemos admirar a algunas en esa ardua faena. En el Perú, también son pocas; una de ellas es Nancy Adrianzén Meza que se yergue como una novísima revelación siendo aún una estudiante en la Escuela Nacional Superior Autónoma de Bellas Artes del Perú, ENSABAP. Según ella recordó, fue partir de unas pequeñas esculturas milenarias que, en las afueras de Lima, vio y tocó en su niñez donde quedó absorta, maravillada y atraída por la configuración y por el material granítico en que estaban esculpidas. “Esas obras me atraparon”, evocó con regocijo. Y llegada su adolescencia no dudó en buscar el lugar dónde podría estudiar exclusivamente la técnica de la labra para aprender a hacer esculturas.

Ingresó a Bellas Artes de Lima en la presente década. Luego de sus estudios generales llegó al taller de Labra. Como aprendiz cinceló primigenios esbozos iniciándose así en la dura tarea de esculpir.  Descubrió el dibujo concreto sobre la masa pétrea que no era sino su propio pensamiento creativo ya en desarrollo. “He tomado conciencia del dibujo en la escultura”, reflexionaría con convicción mucho después. Maniobrar con la comba y el cincel, manejando también la tecnología moderna, le continúa otorgando un temple a su vocación espiritual. 

Fueron en los cantos rodados de río, con sus ovaladas formas, sus primeras exploraciones compositivas. Percibió ese mundo interior que, geometrizado y como forma abstracta, constituye el origen íntimo de las formas plásticas tridimensionales. Recientemente, en su debut como escultora, presentó ante el público arequipeño sus obras que contienen la fórmula matemática andina; siendo estas el resultado de sus investigaciones práctico teóricas y también el reflejo de su plástica visión personal. “Sí, me baso en la geometría ancestral de Los Andes”, dijo Adrianzén explicando la raíz de su creatividad.

Desarrolla su vocación escultórica con un genuino interés por la piedra granítica a través de ese permanente y solemne rito iniciático que ciertamente le viene del alma. Lo más importante es que como artista deje su huella en la estática piedra transformada en escultura, pero con una impronta contemporánea palpitando en la superficie geométrica labrada por sus manos; tan igual como la expresión subjetiva que ella misma confirmó: “Es la vida que le doy a la piedra”.

 Lima, otoño del 2019            

Pablo Yactayo




Fernando Rivas
Un pintor venido de otras épocas
                                        In memoriam

Era 1980, y se iniciaba una nueva década fértil para la Escuela Nacional de Bellas Artes del Perú. Para los postulantes de esa época la opción era ingresar y formarse como artistas plásticos; primero debían rendir una serie de exámenes dentro de los cuales estaba la rigurosa prueba de Dibujo en dos etapas, un bodegón y un retrato. Había que practicar bastante, mover el lápiz. Les esperaba un mundo distinto, una carrera singular, un sueño para realizarlo con sus propias manos y talento.

Entre el calor veraniego y los postulantes había un alumno de años superiores, Fernando Rivas, que hacia su propia publicidad buscando a los que no habían alcanzado un cupo dentro de la academia de preparación conducida por iniciativa del Centro Federado de Estudiantes. Una vez que lograba tener a entusiastas aprendices se los llevaba a un lugar alquilado en las profundidades de los Barrios Altos. Era muy celoso con su trabajo pues nadie conocía ese taller, era exigente con sus nuevos alumnos quienes lo seguían aun después de los horarios de práctica.

Así, cada año, repetía el rito de ser un taller ambulante en busca de futuros artistas. Celebraba en silencio y complacido el éxito de los que ingresaban a estudiar en la Escuela. Incluso, pasados los años,  se regocijó al ver que algunos de sus exalumnos llegaron a destacar en sus especialidades hasta conquistar, como Ulises Quispe Panibra, el Primer Premio de Pintura en 1986.

Él era de mediana estatura, delgado. De mirada ágil y con el cabello negro de puntas algo onduladas, llevaba siempre en su mentón anguloso una barba raleada que no ocultaba un lunar en plena faz. Enfundado en un típico jean azul, camisa o camiseta siempre rojas, calzaba unas tabas negras de cuero de modelo extraño. El tiempo le obligó a usar lentes. En ocasiones se cubría con una gorra aunque su pelo se expandía  como una medusa. Su aspecto era ya de un pintor venido de otras épocas.

Andaba con un tablero donde archivaba hojas sueltas desordenadas, se trataba de sus estudios anatómicos y apuntes diversos. A algunos pocos les podía confiar la oportunidad de ver esos dibujos. En ellos se pudo percibir su raigambre telúrica, su afecto por la gente andina, porque también se sumaba a la búsqueda de una identidad nacional artística ante el avasallante despliegue abstracto que solo quedó como una moda descolorida.

Destacó como estudiante de Pintura. Su tema preferido fue el bodegón, y como se trataba de la naturaleza muerta lo tomó al pie de la letra, y entonces vimos su anhelo de traducir en colores algunos pescados frescos comprados en el mercado San Ildefonso; en otra ocasión, cargó un gato muerto y lo colocó como su modelo solo que esta vez lo sacaron al corredor fuera del taller del profesor Leonel Velarde que era donde él pintaba. Egresó en 1985 destacando con obras figurativas.

Después se interesó por el paisaje. Sus plurales viajes siempre fueron a la sierra, son testigos sus lienzos que esperan una oportunidad para ser exhibidos.

Como estudiante nunca fue ajeno al destino que buscó y sigue buscando Bellas Artes: convertirse en una universidad. Participaba en encuentros, congresos y exposiciones de los alumnos de las distintas escuelas regionales en pos de conseguir un estatus superior para todas.

Luego de titularse como Artista Profesional en Pintura y, también, como Profesor en Artes Plásticas con una tesis sobre la obra de nuestro insigne indigenista José Sabogal partió en 1999 a Bellas Artes de Trujillo a ejercer la cátedra de Pintura. Participó en concursos donde lograría algunos premios y el reconocimiento a su trayectoria realizando una retrospectiva de sus obras en el Icpna de Lima.

Siempre fue reservado en su mundo íntimo aunque abierto a la polémica en temas sobre arte y filosofía, ya que él era un lector concienzudo como así lo demuestra su copiosa biblioteca inundada de arte que sólo una cercana amistad pudo verla en su habitación. La personalidad de Fernando Rivas Aquino se impuso como un ícono dentro de otros pocos estudiantes en la ENSABAP que con su presencia dieron forma al decenio de los ochenta con esos cinceles que sólo labran personajes inolvidables.


Nacido peruano en 1954, en octubre del 2012 Fernando Rivas partió a otra época donde sólo moran los artistas. 

Lima, primavera del 2013                                      

(Pablo Yactayo)


 EL ESPÍRITU GEOMÉTRICO EN LA ESCULTURA DE PAUL CHUMPITAZ

La geometría habita en la mente humana como una forma natural de orientación que ubica al hombre en el espacio. Este mismo sentido de intuición  para ubicarse en el vacío se le aplica también a las obras escultóricas.

Ante la materia natural,  previo a la ejecución artística, se debe pasar por el riguroso rito de percibirla como un todo tridimensional, visión total que todo artista tendrá del bloque inanimado para considerarla como la base principal que le servirá de orientación en el espacio real para todo lo que desee plasmar, pues mentalizando esta forma general primigenia le otorgará una geometría rigurosa a través de una estructura no visible, eje y planos ordenadores, y que por mantenerse oculta será a lo largo del esculpido artístico una práctica estrictamente mental pero que acabada la obra se sentirá su tensión, esa presencia virtual, en la superficie...

Este esquema de ejecución racional es lo que percibo en el conjunto de las obras del joven escultor Paul Chumpitaz; hay un raciocinio matemático y una meditada geometría en las distribuciones y enlaces de las masas componentes de los bloques escultóricos que siempre está regido por un planteamiento deliberadamente circular como es el caso de sus obras labradas en granito  donde la piel áspera producida por el cincelado es contrastada no sólo con las zonas pulidas sino con el propio espacio circundante donde se evidencia una línea continua y envolvente que dibuja un todo sólido y armónico.

También en el durísimo granito ha enfrentado con éxito el figurativo desnudo; baste mencionar  un torso femenino que emerge del canto rodado donde la experiencia del emergente escultor de otear el mundo interno estructural de la figura humana le confirió la seguridad de esculpir con aplomo la forma externa del tema elegido y de paso para infligirle severos golpes que dejaron sus huellas agrestes como contraste ante la delicada silueta de mujer.

Y en las obras talladas en madera, ejecutadas con mazo y formones, el resultado es sobrio. La ejecución, muy diferente al de la piedra, le permite atravesar horadando la pulpa compacta para crear espacios internos que le dan cierta levedad a cada obra, las mismas que se amparan en el color y en la calidez que le da esa materia. El pulido prolijo, las líneas de contorno suavizadas y su corpórea geometría describen a una anatomía etérea que visualmente parece despegarse de su base.

Otras obras, en madera y en cerámica, mantienen la apostura cardinal nítida más parecida a la arquitectura que cualitativamente es monumental y de hábito humano. Tan igual son sus obras de principios espaciales ensamblados en fierro forjado, donde el vigor circular con color neutro, las cuerdas de líneas rectas con planos irregulares de tonos azules y rojos, más la base de madera con tres puntos de apoyo configuran una tríada compacta donde el escultor ensaya con materiales diversos  teniendo al color compitiendo de igual a igual con las formas.

Estas esculturas tienen un origen común que es el resultado de una formación académica en la Escuela Nacional Superior Autónoma de Bellas Artes del Perú donde Chumpitaz, siendo un alumno aplicado, destacó en sus modelados de figuras humanas a las que le otorgó dentro de la representación formal un sentido plástico con cualidades expresivas porque sus obras en barro tuvieron desde el primer momento de la ejecución el manejo consciente de la estructura férrea lo cual significó una  real atención al esqueleto óseo como eje orientador para el movimiento o pose que plasmó y que finalmente redundó en la anatomía humana de la obra acabada.

A este artista peruano le queda un largo camino por esculpir pero con su propio coraje, pues estos  tiempos llamados posmodernos ‘orientan’ a globalizarse, a ser parte de un todo caracterizado por su inmediatez efímera. Tanto tiempo  invierte en labrar sus obras que difícilmente creo que se aparte de sus búsquedas estéticas como para que abandone sus inquietudes de inventar un lenguaje personal, el cual será encontrarse consigo mismo. No obstante, un estado superior de su creatividad  y de su concepción universal, dualidad sublime, será cuando se encamine hacia un arte no sólo nacido de su imaginación sino que también debe de estar  nutrido y fortalecido por la volumetría artística de sus ancestros, de su historia telúrica.

De un joven talento como Paul Chumpitaz podemos esperar mucho más, pues sus prácticas académicas de taller y su dedicación al estudio en general le han generado  una solidez de conocimientos básicos y de recursos técnicos, y producto de ello recibió un justo reconocimiento académico que le valió conquistar el Primer Premio y la Medalla de Oro de su promoción al egresar, en el 2007, de la Escuela Nacional Superior Autónoma de Bellas Artes del Perú.

Lima, Verano del 2010
Pablo Yactayo


Esculturas de Víctor Arturo Guadalupe Tineo
TRADUCIENDO EL ALMA ÉTNICA EN ARTE


El trazo de un esbozo lineal garabateando una forma humana nos puede dar el indicio de que quien lo hace no sólo es un artista en cierne, sino que, por la calidad de la línea y los volúmenes que produce nos revela ya que tras ese dibujo libre y conceptual ya no se esconde el futuro escultor.

Desde su juvenil formación académica, a fines del siglo pasado,  en los talleres de la Escuela Nacional de Bellas Artes del Perú, Guadalupe ya tenía el nervio sensibilizado del incansable dibujante y también el tacto fino pero firme de alumno destacado de Escultura, pues  modeló, talló y labró cabezas, torsos y desnudos de tamaño natural sin evadir  los retos propios que causa la figura humana que por tradición y envergadura sigue siendo el modelo formador de los artistas de todos los tiempos.  

 El conocer estas dos instancias académicas me llevaron a calificarlo, luego que admirara su vasta producción escultórica de egresado, “como un consumado escultor por la calidad artística y la estética que irradia cada una de sus obras… lo que corrobora su eficiente formación académica no solo recibida en Bellas Artes, sino también por su dedicación estrictamente personal”, frases rigurosamente leídas  de su propia realidad y que informé, en el año 2008,para que rindiera el examen de suficiencia profesional para la obtención de su Título Profesional en su Alma Mater.

Guadalupe eligió  la técnica manual y el canto rodado granítico para realizar lo que ahora constituye esta primera exhibición individual. Esculpir con comba y cincel le ha contribuido a definir una personalidad artística, y que, lejos de minar su fuerza física la ha sensibilizado mientras  ejecutaba cada  obra como así lo podemos apreciar en el  brío y contundencia de sus obras pétreas, ajenas y naturalmente contrarias a cualquier moda efímera y foránea. La temática electa fue el resultado de bucear    en nuestra realidad social contemporánea  buscando sus ancestros étnicos: por un lado la singular cultura negra afincada en nuestro país y, por el otro, la ancestral cultura andina. Él tiene de inga y de mandinga.

Cuando Artemio Ocaña, en la Lima de 1917, ganó el Primer Premio de Escultura con su obra El negro David,  Abraham Valdelomar  calificó a ésta como, “una obra perfecta, de alto nivel y hermosísimo valor artístico”; y en 1944, el escultor español Victorio Macho se refirió así sobre esa escultura, “Si en la tierra hay otro escultor que haga otro busto de negro, serán dos, pero nunca superior”.

Pues, aquí está ese escultor esperado que genéticamente proviene de El Carmen, Chincha, la cuna paterna. Y, por supuesto, labrando su propio derrotero; y no  es superior ni inferior, sino distinto y con gran proyección. Guadalupe hace historia en el arte escultórico peruano al plasmar, como eje de su arte, sendos bustos  de hombres y mujeres de la raza negra. La comunidad afroperuana ya tiene a este talentoso  escultor para traducir su alma en arte, su vida en inclusión histórica; algo inesperado en el escenario artístico limeño.      

Arañando, al bloque granítico le ha arrancado lo innecesario para revelarnos esas cabezas ovoides con sus protuberancias anatómicas pero también con sus semblantes siempre tiernos, aunque huidizos, de todos sus personajes que han sido  tomados de la realidad, y que irradian fuerza y  elasticidad en los movimientos que orientan sus diferentes posiciones. En esos rostros, que es de  gente peruana postergada que lucha  en la sobrevivencia diaria, destila una inquietante preocupación aunque también un esperanzador brillo; y las pieles grises con ásperas texturas semejan las marcas intocables de sus historias personales, de sus rebeldías congénitas, pero también nos anuncian el suspiro liberador y optimista por hacer sus propios destinos…

Guadalupe labra la piedra con pasión de genuino obrero. Y, a su afiebrado esfuerzo suma sus saberes  nutriendo su obra  con elementos propios de la composición artística y que él maneja de modo sutil aunque riguroso al ordenar el todo de sus bloques cerrados en función del resultado visual que su arte figurativo exige planteando y ocultando   una estructura organizativa, con proporciones equilibradas  y con la presencia poderosa de un concreto dibujo. 

La estética humana de sus esculturas luce fortalecida por  los golpes  que el cincel  a voluntad  ha grabado  en las superficies. El orden y la distribución de los elementos táctiles se someten a la orientación de cualquier tipo de luz, sea eléctrica o natural, que las contrastan entre sí bajo el reino inasible del claroscuro.

Esta obra granítica desvela al sólido dibujante tridimensional que ha encarnado su  talento para dejarlo en la memoria pétrea del tiempo.

Lima, Verano del 2010
Pablo Yactayo



Lienzos de César Yauri Huanay
El COLOR ANCESTRAL Y LAS HUELLAS DEL TIEMPO ANDINO

Para  un artista del pincel el estudio académico es una necesidad formativa  que le otorga  conocimientos básicos y medios técnicos para dar a luz su obra pictórica; mas lo esencial viene con él como una fuerza ineludible que asoma e inquieta su espíritu y que se transforma en la temática social electa que permanentemente se nutre de las experiencias directas de su contexto gracias a su visión aprehensiva que es su atención particular en las cosas simples de la vida cotidiana que se van grabando en su ser y no hay sino una manera de sacarlas a la realidad: plasmarlas en sus lienzos.

Y eso es lo que pacientemente ha ido pintando César Yauri. En sus obras, el dibujo, las texturas y el color son huellas del acontecer aborigen de su terruño andino que habita en su alma de artista. Son imágenes humanas detenidas en una bruma que parece diluirse, pero que de pronto recobran vigor y nitidez bajo el fuego crepitante del concierto cálido de su paleta.

 El rito de los danzantes y ejecutantes de instrumentos ancestrales bajo la sombra colorida de sus leyendas siemprevivas lejos de difuminarse en sus propuestas plásticas nos inundan con sus tonos grisáceos pero con los multicolores ecos musicales de su fervor; el pintor, conocedor del encuentro dancístico, captura un instante, muchas veces desapercibido pero de máxima algarabía,  birlando un momento a lo espontáneo.

En lo frenético de los distintos bailes la dualidad universal hombre-mujer, como permanente búsqueda del amor y del encuentro natural de sus vidas, en la tela ha quedado detenida una ante el otro en el instante afiebrado del reto, del lance, que la música y la inquietud conceden.

De su fresca memoria, alimentada por el diario quehacer andino, eyecta a la realidad del pulcro lienzo la actividad rural de los campesinos que, por medio de unas gamas frías, por momentos algunos se vuelven imperceptibles en la perspectiva pero que los del primer plano se concretan y se hacen visibles gracias a la alegría del cromatismo iluminado de Yauri.

Esta lucha agraria, impregnada de fuerza y también de jolgorio cuando de buena cosecha se trata, nos revela en otras telas  un austero color en sus atractivas composiciones que nos atrae y nos concentra en la inmovilidad de un tiempo y un lugar distantes a través de sólidos quechua hablantes que con avidez convergen, casi como un juego, en un trabajo comunitario donde hacen una sola fuerza evocando el legado comunal andino ancestral.

Dentro de sus formales estructuras compositivas, el artista hace uso de la primaria y esquemática simetría, a veces manifiesta y otras veladas, pero siempre con una distribución proporcional de equilibrios disímiles y que a través del movimiento de sus personajes u objetos, que es donde se genera la atención, nuestra inmediata percepción capta a esa melodía intermitente matizando los tonos subordinados: es el color triunfal alumbrando la composición general con su nítido arco iris.

Su telúrico pincel no es ajeno al inescrutable devenir humano, ha cubierto la tela con la lluvia, el cielo apagado y la tristeza en flagrante performance que humedecen la melancolía y el recuerdo inmediato de las ausencias inesperadas de sus coterráneos. Los cordilleranos lloran, y acaso sus pesares se entierran o se ocultan en la vida misma. No obstante, lo vital, en silencio, sigue floreciendo; y sus lienzos, también.

La memoria ancestral genética y artística le brota espontáneamente en el acto de pintar; así desvela en sus otras formas dibujadas,  que se van decantando hasta alcanzar detalles concretos con cierta semejanza a elementos perdidos en el tiempo, lo esencial e íntimo que en el espacio estructural plástico se hace perceptible en una anatomía geométrica con las pinceladas del color altiplánico vitalicio que nos confiere unas notas abstractas nacidas y subrayadas en la vorágine de su temperatura mental de su quehacer estético.

No hay estación, climática o vital, que el pintor haya dejado de imprimir con las tonalidades de su tierra, la lejana Huancavelica en los Andes peruanos. El círculo del tiempo o las edades inexorables de los pobladores están reflejados en las danzas circulares, en los retratos, en los grupos de entes fértiles y en las figuras silentes como ciclos vitales sin retorno, todas esas palpitantes huellas del tiempo han ido a recalar al lienzo por obra colorística del artista que con la experiencia acumulada  no duda en volver a plasmar otras escenas de su lejano terruño o temas de la contemporaneidad con acentuado hiperrealismo.

Yauri ha tenido la paciencia de reconstruir en sus lienzos trozos de la realidad de su lejano país y con la vena de su sentimiento andino donde la cosecha pictórica de sus búsquedas y sus aventuras creativas tienen el sello, el origen y el hálito ancestral de su tierra natal.

Pablo Yactayo
Enero de 2010



Pablo Yactayo en Uruguay
VESTIGIO ANCESTRAL ANDINO

Era una piedra alargada, un granito oscuro y duro, que entre otras dormía en La Floresta, Uruguay. Su longitud era de casi dos metros. La encontré compacta y lisa por un lado; y quebrada e irregular por el otro. Para esculpirla, decidí dejarla de modo horizontal para no interrumpir su eterno sueño. Y con una tiza esbocé sobre su superficie la forma desnuda de una mujer acostada con el rostro mirando al cielo. Encajé toda su anatomía con un dibujo estilístico que abarcó toda la compacta mitad de la piedra: un cuerpo femenino de raigambre andina que abrazándose no sólo iría protegiendo su  mundo interior sino que también nos revelaría la fortaleza física ancestral que como vestigio siempre vivo  lucen las mujeres de Los Andes…

Con comba y cincel empuñados inicié la obra. La dureza de la roca me invitó a hacer un mayor esfuerzo pero también a deleitarme viendo cómo iba surgiendo la forma humana, donde el dibujo de cada extremidad perfilaba sus sinuosos contornos. Luego, el rostro  con la mirada perdida en el vacío celestial, con cada cincelada iba ganando su propia fisonomía andina hasta tornar sus ojos y su pensamiento a su propio mundo interior. Su cabeza reposando sobre sus largas trenzas determinó con aplomo la fijación mental en su mundo cotidiano, las heladas alturas. En algunas zonas, pequeños y diferentes círculos hacen referencia al tiempo indetenible. Sobre su vientre abultado, que tal vez sea una vida en germen que momentáneamente cobija, en su cumbre he plasmado una ruina, un intihuatana, que ante el sol va grabando las estaciones del tiempo…

El cuerpo cincelado detallando las protuberancias anatómicas de la mujer andina nos   afirma que ella con su fortaleza física es el bastión fundamental en la unidad familiar altiplánica. Históricamente se ha demostrado que el matriarcado, visible o encubierto, ha dado, da y seguirá dando su cálido refugio materno al ser humano de todos los tiempos. En Los Andes es común ver a las féminas en distintas tareas cotidianas y muchas veces de manera simultánea; en las zonas rurales, en los campos de sembríos y en sus chozas bajo el cielo abierto, desde niñas las mujeres están abocadas a tareas que les durarán  toda la vida: atienden a los niños, a cocinar, a los quehaceres dentro de la casa; y, junto a los hombres en la chacra, siembran, riegan, cosechan, cargan; y también  mantienen al ganado. Y cuando llegan al pueblo o a las provincias, lo hacen para establecer pequeños negocios, pero siempre hilando o tejiendo. Su presencia en la vida diaria es contundente. En el tiempo, en la historia, el nombre de una mujer trabajadora andina casi siempre ha quedado en el anonimato. Pero esculpir en piedra a esta mujer para dejarla emplazada en el silencio de la atmósfera real es un acto de homenaje, de tributo a su presencia activa y benefactora en pro de la supervivencia de sus hijos andinos…

Y en la otra mitad de la piedra, quebrada y con protuberancias irregulares, mis cinceles sintiéndose hieráticos y místicos con suma reverencia empezaron a plasmar lo que mi propia tensión espiritual me ayudó a visionar desde mi mínima presencia humana ante la roca que se agigantaba ante mis ojos: vi una porción de Los Andes con sus alturas inaccesibles, y en cada volumen se me revelaron sus símbolos…

Teniendo ya el tema complementario para la otra mitad del bloque granítico, comencé a golpear con mis herramientas para detallar las cumbres, los caminos, las estelas y los signos que le siguen dando vida a la cotidianidad andina. Surgió así la cruz cuadrada, aquella geometría que se basa en la cruz del sur del firmamento de nuestro hemisferio austral. Igual, les di forma a aquellos pináculos que se elevan verticales para alcanzar la eternidad o a las protuberancias que se extienden con direcciones horizontales para llegar a los confines; también cincelé unas pequeñas semiesferas para grabar la persistencia del tiempo con sus ciclos perennes pero para desarrollar circunstancias distintas. Casi en la parte central superior, en la cumbre, aparece el intihuatana fortaleciendo el perfil pétreo de la composición. Y para unificar todos estos volúmenes dibujé como fondo la silueta del cerro Huayna Picchu que es la montaña tutelar de la afamada ruina inca, Machu Picchu.

Así, luego de varios días de feliz estancia y con el aliento permanente de los visitantes a esta III Bienal Internacional de La Floresta Es-Cultura, 2009, he plasmado una obra más en granito de nuestra tierra continental que lleva el aliento histórico de mi país, Perú. Una escultura figurativa con la estética, la impronta y el aroma de Los Andes eternos que mis cinceles acerados van emplazando por distintos lugares de nuestra América.

Pablo Yactayo
(Desde la III Bienal Internacional de Escultura. La Floresta, Uruguay. 2009)



              
EL  COLOR   DEL  DIBUJO  DE  MIGUEL  COLLANTES

Si consideramos que toda obra pictórica posee  una fuerza íntima que se va haciendo  visible conforme la vayamos visualizando de modo total  y que por ser ésta una forma específica tomada de la realidad, podríamos colegir que  esta  figura exterior de todo cuerpo contenida y demarcada por líneas, contornos  y superficies, es el dibujo. Este esbozo vital con sus límites deliberadamente expuestos y que obedecen a particulares estructuras corpóreas, influye decididamente como foco de atención en el esquema general de cualquier composición bidimensional.
                               
En las obras de Miguel Collantes Depaz, no nos sorprende ver, entre un aparente desorden de meditadas pinceladas cromáticas,  un fiel dibujo  que va ordenándolo  todo y que se ha convertido en el eje y la fortaleza plástica de sus pinturas. Es que la trayectoria de este pintor peruano no solo ha sido continua sino que se ha sostenido en una permanente práctica del dibujo. Proceso que naturalmente le ha llevado a tomar conciencia de que un buen dibujo, muchas veces difuminado en la bruma del color, asegura el éxito de todo planteamiento pictórico figurativo.

Si con el dibujo lineal aboceta perspectivas del paisaje urbano hispano, sin embargo es el acentuado color  el que lo transforma todo para ofrecernos creativamente una  metáfora sintética, una creación particular, de esos lugares. En cada lienzo va dejando la impronta de un pincel vigoroso que domina  el lenguaje del color y revela, además, el temple del espíritu del artista. El resultado concreto que ha logrado con su pintura tiene su fundamento en la razonable práctica   académica que, siendo alumno de la Escuela Nacional de Bellas Artes del Perú,  lo llevó a la naturaleza misma a  buscar sus múltiples coloridos estimulado por el óleo fértil y, también,  por los rápidos efectos de la acuarela.
  
La pintura de Collantes Depaz  está presidida por un silencio, un vacío sonoro, una soledad atmosférica. Un nocturno color violáceo nos viste el alma de una lejana tristeza, aunque los cálidos matices que se funden con el cielo son las luces seductoras, la alegría discreta de una hora imprecisa. Lienzos con interpretaciones libres forjados ante el modelo real pero resueltos casi al margen de él, dan ya los augurios de que estamos ante una pintura sobria que está próxima al concepto cromático, a la alegoría que celebra el color, al natural  descubrimiento de una abstracción que tiene su origen en las cosas comunes.

La fuerza estructural en su composición, el dibujo espontáneo y libérrimo untado por una vivificante armonía colorística más los ritmos  febriles del pincel   sustentados en un sólido oficio  esbozan ya la magnitud  de una obra en plena madurez que se llena de puro color humano con el paso del tiempo.

Pablo Yactayo
Lima, noviembre del 2006

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